Ocho horas pueden ser muchas horas para según qué cosas, sobre todo si son ocho horas metido en un autobús ruta A Coruña – Bilbao en un día plomizo y gris de lluvia y ceniza. Pasan los minutos. La primera media hora. Una hora más tarde. Y después otra. Y al final ya no sabes cómo ponerte: los pies se impacientan y las piernas, tus piernas, jamás te parecieron tan grandes. Las estiras, las doblas, las superpones, las vuelves a doblar, te sientas encima de una de ellas mientras la otra se relaja un poco, vuelves a cruzarlas… te giras, te estiras, te inclinas hacia delante, te recuestas otra vez, te quedas un rato dormido, despiertas, pones una peli en la tablet y te aburre, hojeas el libro que guardaste en la mochila y maldita sea por qué no habrás traído el otro…

Las actitudes en el viaje son como las bofetadas: no hay dos iguales. Hay quienes aprovechan para escribir, para repasar partituras o la digitación de aquel pasaje del contrabajo, para contemplar el paisaje, para dormir, para pensar, para charlar y para acordarse de todas las cosas que dejaste en casa sin hacer maldita sea. Y mientras transcurre la lenta agonía del viaje, los ojos del fotógrafo Alberte Peiteavel asisten maravillados a la infinita variedad de este microcosmos de la vida con orquesta al fondo desarrollándose en su infinita belleza…

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