En 1985 todos los muchachos que estudiábamos piano queríamos ser Pogorelich: era joven, salía en portadas de revistas como Vogue y tal y además era un genio del instrumento, aunque lo que más admirábamos de él era que, simplemente, hacía y decía lo que de le daba gana, sin duda su mayor atractivo para aquél puñado de adolescentes que estudiábamos en uno de los entonces escasos conservatorios gallegos.
Con el tiempo, algunos se convirtieron en profesores de piano y no en Pogorelich y yo en periodista, gremio del que el croata no es precisamente un fan).
Nunca un pianista tuvo futuro tan brillante por no ganar un concurso, pero en su caso fue su eliminación del Chopin de Varsovia y el escándalo posterior con Martha Argerich abandonando el jurado indignada por la descalificación del «genio» lo que lo catapultó a la fama en 1980.
Llegaron los conciertos, los recitales, las grabaciones en exclusiva para Deutsche Grammophon y su forma única e inimitable de tocar el piano: toda la música sobre la que se posaban sus manos sonaba nueva. Nada era convencional: los tempos, los ataques, legatos, dinámicas… Entonces era un rebelde y ahora, treinta y ocho años después, sigue siendo aquel muchacho rebelde e iconoclasta en permanente lucha contra el modo «convencional» de hacer música.
Cuando ayer se abrieron las puertas a la sala principal del Palacio de la Ópera de A Coruña todavía se le podía ver en el escenario probando algunos pasajes. Llevaba allí más de una hora en una penumbra de sepulcro, ataviado con chaqueta y gorro de lana que lo confundían con un estibador de las madrugadas del puerto coruñés, porque «un piano que no se toca es como un mueble, como un armario», dijo. Algunos aprovecharon para hacer fotos a un Ivo Pogorelich completamente ajeno al trajín del público que acudía a escucharle.
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